Antes de comenzar, voy a dejar aquí escrito el último párrafo de la columna de la semana pasada, que por motivos técnicos, no fue publicado:
“Antes de acabar con estas líneas, agradecer a la familia Sánchez Martín por todo lo que hicieron por nosotros, porque como ya dije en su momento, estuvimos mejor que en brazos.
Y para Basi y Carmen, que seáis muy felices y que todo os vaya bien.”
Dicho lo cual, vamos al turrón:
Me quedé sorprendido, boquiabierto, flipado, pasmado, desconcertado, atónito, estupefacto cuando vi la noticia del proyecto de Ley del Registro Civil con el que se abandona de manera definitiva la prevalencia del apellido paterno en el orden que ha de darse a los hijos.
Es decir, que si se aprobara esta ley y si los padres no especificasen el orden de apellidos a la hora de registrar al niño (o criatura, no olvidemos el valioso trabajo que realizó doña Viviana Aido con su Ministerio de Igualdad) en el Registro Civil, el juez, los colocaría por orden alfabético.
Y no solo eso, en caso de que el padre y la madre no se pongan de acuerdo en el orden, los apellidos irán en orden alfabético... Solución salomónica, sí señor.
Me parece, y espero no equivocarme, que la gente no le da importancia a sus apellidos. Es algo que pasa sin pena ni gloria por nuestras vidas. El único momento donde toma relevancia es en la época escolar, cuando el profesor se dispone a corregir los ejercicios por orden de lista. Y claro, tú si tu apellido comienza con letras a partir de la “P” das gracias a tu padre por llamarse así (a no ser que tu apellido sea Zapatero, que en ese caso, comprendo el cambio), pero si tu apellido empieza con “A”, “B” o “C”, te acuerdas de toda tu familia, y te preguntas que por qué no se habrán llamado “Zurrón”.
De todas formas, insisto, para los españoles, tener un apellido u otro, es (creo) totalmente indiferente. Se da el caso que contó Carlos Herrera en su programa “Herrera en la Onda” de Onda Cero:
-Llega un hombre al Registro Civil y cuando le toca su turno, le dice al de la ventanilla que se quiere cambiar el nombre. El de la ventanilla, le pregunta que cuál es (el nombre), y aquí nuestro amigo contesta: “Juan Mierdas”. El funcionario, aguantándose la risa, lo comprende y le pregunta que qué nombre se quiere poner, y el señor Mierdas contesta: “¡Pues Vicente, como mi padre!”.
Creo que con el ejemplo, se deja clara la idea que quiero expresar. Pero de todas formas, pensándolo bien, estoy por cambiarme el orden de mis apellidos... Es que me gusta más cómo queda el de mi madre delante, suena más melódico, más bonito... Yo les dejo aquí las dos opciones, y luego si me ven por la calle, me dan su opinión, a ver cuál les gusta más: “Guillermo Rodríguez Rodríguez” o “Guillermo Rodríguez Rodríguez”
A este paso, como esto sea verdad, nos vamos a acabar llamando todo “Abad Abad”.